20.11.14

Pequeños placeres

A veces nos estresamos tanto con la vida que llevamos que no somos capaces de pararnos a pensar en las cosas que realmente merecen la pena y que nos rodean día a día casi más que las que nos traen quebraderos de cabeza.
Seguro que no hemos pensado tantas veces como deberíamos lo increíblemente placentero que es retrasar cinco minutos el despertador para seguir durmiendo un poco más (o quedarnos dormidos como consecuencia de eso), y no lo pensamos simplemente porque luego nos entran las prisas “ay que no llego”, “ay que llego tarde y tengo que engullir el desayuno”. Vale sí, llegas tarde pero, ¿y qué? Ya llegas tarde, ¿qué más da cinco minutos más o menos? Las prisas nunca son buenas. La cantidad de gente que se ha matado en accidentes de tráfico por exceso de velocidad es increíble. Lo importante no es llegar cuanto antes, es llegar, y siempre se van a tomar mejor la tardanza si apareces con una sonrisa y un aire relajado que si vas medio sin aire y estresado.
Vamos a poner otro ejemplo. ¿Cuántas veces nos vamos de compras por el simple hecho de pasar una tarde tranquila o disfrutando de la compañía de una amiga? Aunque no nos compremos nada, por el placer de ver cosas o probártelas y ver cómo te queda. Pocas, muy pocas. No disfrutamos de esos momentos tan simples, los comercializamos, es decir, “me voy de compras PORQUE ME HACE FALTA… lo que sea”, no por pasar una tarde relajada y tranquila. O, ¿cuántas veces pensamos “me voy a comprar esto porque me gusta, me apetece y ya está? Sin pensar en nada más que porque sí, porque algo te ha gustado en un momento, sin pensar en que te combine con no sé qué cosa o que te sirva para no sé qué ocasión. También muy pocas veces. A no ser que tengamos una bastante buena autoestima y una cuenta corriente difícilmente mejorable, esas cosas no las hacemos, pero a nadie le hace daño darse un pequeño capricho de vez en cuando. Todo lo contrario. Tenemos que pensar que es un regalo, un regalo que nos hacemos a nosotros mismos porque sí, sin más explicaciones, “me ha gustado y me lo he comprado”.
¿Cuántas veces vamos por la calle mirando lo que nos rodea? Ahora ya no miramos si no es al reproductor de música para cambiar de canción, al móvil para ir hablando por whatsapp o a la Tablet para ir leyendo sobre una pantalla. Yo personalmente odio las tecnologías (a lo mejor por eso ellas también me odian a mí y por eso se rompe todo lo que toco…) pero, ¿dónde han quedado esos SMS de buenas noches donde tenías que condensar todas las palabras para que no se te saltase a un segundo mensaje? ¿Dónde han quedado las llamadas? Ahora son notas de audio… Pero independientemente de mi odio a las tecnologías y a la generación de absortos por el mundo tecnológico en la que vivimos, no disfrutamos de lo que nos rodea. No conocemos a la gente por cómo es sino por lo que pone o no en sus redes sociales, no miramos el cielo azul o una bella puesta de sol si no es a través de una pantalla para hacerle una foto. No disfrutamos de esas pequeñas cosas que nos pueden hacer la vida más amena, más sencilla, más tranquila.
Quedar con un amigo e ir a tomar un café o una cerveza ya no se hace tanto como antes porque “ya hablamos por los grupos de whatsapp o por Facebook” pero, ¿y lo emocionante de un abrazo de una migo cuando llevas meses sin verle? ¿O ver las caras de tu amiga cuando le estás contando tus últimas novedades y está alucinando como si le contases que anoche llegaron unos extraterrestres a tu casa y abdujeron a tus padres? Nos perdemos la emotividad y la expresividad de las personas por no aprender a mirar alrededor.
Hace un tiempo decidí que tenía que tomarme la vida con más calma y mirar las cosas que pasan en el entorno porque ir rápido crea el “efecto túnel” del que nos hablaban los profesores de autoescuela. Sólo ves el final pero te dejas todo lo que pasa alrededor.
Pensaréis que se me ha terminado de ir la cabeza totalmente pero no, hace algún tiempo me di cuenta de que no me servía de nada ir rápido y que prefiero una sonrisa de complicidad con un completo desconocido en el metro porque hay alguien haciendo algo raro que un emoticono feliz en el whatsapp. Prefiero mirar por la ventanilla del autobús o del tren para ver pasar el camino antes que pegar los ojos en una pantalla, por mucho que ese camino lo vea todos los días o sea algo nuevo. Prefiero llegar cinco minutos tarde al trabajo o a clase por haber retrasado el despertador y disfrutar de esos cinco minutos calentitos entre las sábanas cuando se necesitan y luego llegar tranquila y con una sonrisa en la cara. Prefiero sacar una tarde libre para quedar con mis amigos antes que quedarme en casa organizando cosas (para que parezca que hago algo) que luego no voy a hacer.
Hay que aprender a cuidarse a uno mismo porque sino estamos perdidos, y aprender a mirar a lo que nos rodea, porque sino siempre seremos unos ingenuos que creemos que con poner un “hola, ¿qué tal?” por whatsapp ya tenemos un amigo o hemos retomado el contacto con alguien.
La vida es corta, muy corta, y esos pequeños placeres, ese café con un amigo, es de lo que verdaderamente se disfruta. Nadie es imprescindible para nada ni nadie pero sí para uno mismo. Entonces, tratemos de vivir lo mejor posible para nosotros mismos y, sobre todo, mirando lo que tenemos delante, porque del pasado ya hemos aprendido y no lo vamos a cambiar ni va a volver y el futuro nadie sabe cómo va a venir ni si va a llegar.

Vivamos lo que tenemos delante, que es lo que realmente debemos valorar, y disfrutemos de esos pequeños placeres que se nos presentan y son sólo nuestros (aunque intervengan más personas en algunos casos).

18.11.14

Forever young

Hace unos días vi una cosa que raramente se ve en la sociedad en la que vivimos actualmente. Vi a un hombre diciéndole a su mujer lo guapa y espectacular que estaba con un jersey nuevo que se había comprado y presumiendo de mujer delante de todos los que estaban presentes. Eso, ya de por sí, no es una cosa que se vea de forma habitual pero aún más sorprendente resulta que esas dos personas lleven casadas más de 50 años y lleven, literalmente, toda la vida juntos. La vida que han llevado no ha sido fácil, pero es que nadie les dijo que lo fuese. Han sabido sortear las dificultades que la vida les ha dado con mayor o menor entereza pero siempre con fortaleza. Ella cayó gravemente enferma hace unos años y él jamás se separó de su lado, y no por pena sino porque él se moriría de pena si ella le faltase. Él accedió a las peticiones más nimias y soportó las broncas más absurdas que había tenido en toda su vida, pero merecía la pena porque lo hacía por ella. Eso era una relación de amor incondicional forjado en años pero no era una relación sana, hasta que ella se dio cuenta de lo que estaba haciendo, de que él le daba todo lo que ella necesitaba o quería y en el momento en el que lo pedía sin pedir nada a cambio, mientras que ella lo que hacía era reprocharle estupideces sin sentido.
En ese momento, con esa toma de conciencia, es donde ella se dio cuenta de que tenía que cambiar y, es ahí, cuando se convirtió en una relación sana para ambos.

En toda esta historia podemos ver reflejadas un montón de cosas. Por mucho que lleven 50 años casados y toda una vida juntos, se siguen queriendo como adolescentes, se siguen demostrando que se quieren, siguen presumiendo de su pareja ante el resto del mundo como cuando te echas novio/a y se lo presentas a todos tus amigos para que vean lo genial que es, siguen saliendo a cenar como si fuese su primera cita, siguen dando paseos por el parque como si fuese el punto de encuentro de una pareja de quinceañeros. Y yo muchas veces me pregunto, ¿y por qué no? ¿Y por qué esas cosas no son las normales?

Hoy he visto a un chico de unos 16 años esperando en un banco a  una chica que, cuando ha llegado, le ha besado como si hubiesen pasado meses desde la última vez que se vieron, y acababan de salir del instituto, del mismo instituto, que por muy grande que sea no vas a estar mucho tiempo sin ver a esa persona. Eso me ha hecho volver por un rato a mis 16 años y pensar en esos abuelitos de los que hablaba antes. Se comportan igual pero en edades completamente distintas. Han sabido conservar y madurar la parte esencial y bonita de una relación para  que sea sana y preciosa.

Las únicas conclusiones que saco de todo esto son dos muy claras: por un lado, una relación para poder disfrutar de ella tiene que ser sana para ambos y, por otro, tenemos que guardar ese espíritu juvenil de la primera relación para valorar que cada día no es un día más con esa persona sino un día nuevo junto a él/ella.

https://www.youtube.com/watch?v=t1TcDHrkQYg