A
veces nos estresamos tanto con la vida que llevamos que no somos capaces de
pararnos a pensar en las cosas que realmente merecen la pena y que nos rodean
día a día casi más que las que nos traen quebraderos de cabeza.
Seguro
que no hemos pensado tantas veces como deberíamos lo increíblemente placentero
que es retrasar cinco minutos el despertador para seguir durmiendo un poco más
(o quedarnos dormidos como consecuencia de eso), y no lo pensamos simplemente
porque luego nos entran las prisas “ay que no llego”, “ay que llego tarde y
tengo que engullir el desayuno”. Vale sí, llegas tarde pero, ¿y qué? Ya llegas
tarde, ¿qué más da cinco minutos más o menos? Las prisas nunca son buenas. La
cantidad de gente que se ha matado en accidentes de tráfico por exceso de
velocidad es increíble. Lo importante no es llegar cuanto antes, es llegar, y
siempre se van a tomar mejor la tardanza si apareces con una sonrisa y un aire
relajado que si vas medio sin aire y estresado.
Vamos
a poner otro ejemplo. ¿Cuántas veces nos vamos de compras por el simple hecho
de pasar una tarde tranquila o disfrutando de la compañía de una amiga? Aunque
no nos compremos nada, por el placer de ver cosas o probártelas y ver cómo te
queda. Pocas, muy pocas. No disfrutamos de esos momentos tan simples, los
comercializamos, es decir, “me voy de compras PORQUE ME HACE FALTA… lo que sea”,
no por pasar una tarde relajada y tranquila. O, ¿cuántas veces pensamos “me voy
a comprar esto porque me gusta, me apetece y ya está? Sin pensar en nada más
que porque sí, porque algo te ha gustado en un momento, sin pensar en que te
combine con no sé qué cosa o que te sirva para no sé qué ocasión. También muy
pocas veces. A no ser que tengamos una bastante buena autoestima y una cuenta
corriente difícilmente mejorable, esas cosas no las hacemos, pero a nadie le
hace daño darse un pequeño capricho de vez en cuando. Todo lo contrario.
Tenemos que pensar que es un regalo, un regalo que nos hacemos a nosotros
mismos porque sí, sin más explicaciones, “me ha gustado y me lo he comprado”.
¿Cuántas
veces vamos por la calle mirando lo que nos rodea? Ahora ya no miramos si no es
al reproductor de música para cambiar de canción, al móvil para ir hablando por
whatsapp o a la Tablet para ir leyendo sobre una pantalla. Yo personalmente
odio las tecnologías (a lo mejor por eso ellas también me odian a mí y por eso
se rompe todo lo que toco…) pero, ¿dónde han quedado esos SMS de buenas noches
donde tenías que condensar todas las palabras para que no se te saltase a un
segundo mensaje? ¿Dónde han quedado las llamadas? Ahora son notas de audio…
Pero independientemente de mi odio a las tecnologías y a la generación de
absortos por el mundo tecnológico en la que vivimos, no disfrutamos de lo que
nos rodea. No conocemos a la gente por cómo es sino por lo que pone o no en sus
redes sociales, no miramos el cielo azul o una bella puesta de sol si no es a
través de una pantalla para hacerle una foto. No disfrutamos de esas pequeñas
cosas que nos pueden hacer la vida más amena, más sencilla, más tranquila.
Quedar
con un amigo e ir a tomar un café o una cerveza ya no se hace tanto como antes
porque “ya hablamos por los grupos de whatsapp o por Facebook” pero, ¿y lo
emocionante de un abrazo de una migo cuando llevas meses sin verle? ¿O ver las
caras de tu amiga cuando le estás contando tus últimas novedades y está
alucinando como si le contases que anoche llegaron unos extraterrestres a tu
casa y abdujeron a tus padres? Nos perdemos la emotividad y la expresividad de
las personas por no aprender a mirar alrededor.
Hace
un tiempo decidí que tenía que tomarme la vida con más calma y mirar las cosas
que pasan en el entorno porque ir rápido crea el “efecto túnel” del que nos
hablaban los profesores de autoescuela. Sólo ves el final pero te dejas todo lo
que pasa alrededor.
Pensaréis
que se me ha terminado de ir la cabeza totalmente pero no, hace algún tiempo me
di cuenta de que no me servía de nada ir rápido y que prefiero una sonrisa de
complicidad con un completo desconocido en el metro porque hay alguien haciendo
algo raro que un emoticono feliz en el whatsapp. Prefiero mirar por la
ventanilla del autobús o del tren para ver pasar el camino antes que pegar los
ojos en una pantalla, por mucho que ese camino lo vea todos los días o sea algo
nuevo. Prefiero llegar cinco minutos tarde al trabajo o a clase por haber
retrasado el despertador y disfrutar de esos cinco minutos calentitos entre las
sábanas cuando se necesitan y luego llegar tranquila y con una sonrisa en la
cara. Prefiero sacar una tarde libre para quedar con mis amigos antes que
quedarme en casa organizando cosas (para que parezca que hago algo) que luego
no voy a hacer.
Hay
que aprender a cuidarse a uno mismo porque sino estamos perdidos, y aprender a mirar
a lo que nos rodea, porque sino siempre seremos unos ingenuos que creemos que
con poner un “hola, ¿qué tal?” por whatsapp ya tenemos un amigo o hemos
retomado el contacto con alguien.
La
vida es corta, muy corta, y esos pequeños placeres, ese café con un amigo, es
de lo que verdaderamente se disfruta. Nadie es imprescindible para nada ni
nadie pero sí para uno mismo. Entonces, tratemos de vivir lo mejor posible para
nosotros mismos y, sobre todo, mirando lo que tenemos delante, porque del
pasado ya hemos aprendido y no lo vamos a cambiar ni va a volver y el futuro
nadie sabe cómo va a venir ni si va a llegar.
Vivamos
lo que tenemos delante, que es lo que realmente debemos valorar, y disfrutemos de esos pequeños placeres que se nos presentan y son sólo nuestros (aunque intervengan más personas en algunos casos).