"La sinceridad es la base de la confianza" o eso es lo que se suele decir, pero muchas veces la excesiva sinceridad puede dar lugar a que tengan más cosas con las que dañarte.
Acabo de aprender, sin querer y casi sin darme cuenta, una lección que me quisieron dar cuando era muy pequeña. En esa época en la que las madres parece que quieren cubrirnos entre nubes de algodón para que no nos pase nada y nadie pueda hacernos daños. Mejor que contaros la lección, os cuento la historia. Seguramente será mucho más instructiva y gráfica.
Imaginad que tenéis un amigo de hace muchísimos años, desde la infancia. Alguien con quien has crecido, has llorado, te has enfadado, te has reído y alguna vez hasta has querido tirarle algo a la cabeza para hacerle entrar en razón o abrirle los ojos. Todos tenemos o deberíamos tener alguien así y yo por suerte tengo más de uno.
Ahora imaginad que, como tantas veces, le cuentas una cosa a esa persona de una tercera, porque afecta a una cuarta que también es importante. En realidad yo sólo tengo relación con ese amigo y con esa tercera persona porque a la cuarta ni la conozco, pero a mi amigo le importa lo que le pase y lo que yo sepa sobre la relación de los terceros. Confías, le cuentas lo que sabes porque el tercero te lo ha contado a ti en confianza también, pero sabes a ciencia cierta que tu amigo nunca dirá nada porque ante todo puedes confiar en él.
Un día, sin previo aviso, esa tercera persona te dice que está decepcionado, que la cuarta persona sabe todo lo que yo había hablado con él y que sólo puede ser porque se lo haya contado a mi amigo, porque es el punto común de los tres y quien se lo ha podido contar todo.
En ese instante yo no sabía muy bien qué hacer porque por un lado estaba avergonzada de haber dicho nada, pero por otra estaba entre cabreada e infinitamente dolida con mi amigo, porque confié en él y me ha fallado.
Hablando después con él, soy consciente de que he empezado gritando y muy cabreada pero a medida que iba pasando la conversación, me iba dando cuenta de que no era enfado, es que tenía que hacerle notar de alguna manera que me había molestado ya no el hecho de que dijese algo, sino que la confianza que llevaba labrándose durante años y que tantos disgustos nos ha costado diciéndonos verdades como puños, se había desmoronado de golpe y además por terceras personas.
Hace tiempo escribí sobre los dedos de la mano, los mejores amigos, los que no podrían faltarte nunca porque si algún día lo hacen, sería como si te cortasen uno de esos dedos. No sé si que te corten un dedo dolerá tanto como lo que siento yo ahora mismo. Es un sentimiento que jamás te habrías imaginado tener hacia esa persona, de decepción y desconfianza hacia cada cosa que le cuentas o le dices por que sí, como he hecho durante tantísimos años.
No sé si me faltará mi dedo de la mano pero lo que sí sé es que la confianza es infinitamente frágil y ni siquiera los años de duro esfuerzo sirven de nada cuando se puede perder en una fracción de segundo. Por suerte él puede estar tranquilo, yo soy 100% sincera con quien lo merece y una tumba cuando me cuentan algo que no debo contar o me piden que no lo cuente, incluso cuando estoy tan decepcionada.